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Ayer nomás

Francisco había amanecido con el corazón alerta, con una visión incierta y un entusiasmo tan claro como borrosos eran sus pensamientos. Aun así, la felicidad era contagiosa en el piso.

Las enfermeras le decían Don Panchito con cariño, sobre todo cuando dejaba ver su picardía al hablar.

—¿Cómo estamos, Don Panchito? Hace un lindo día afuera.

—Ojalá tuviera la dicha de verte linda… ¿Puedes ver si me llegaron mensajes al teléfono?

—No hay nada aún —revisó despreocupada la enfermera—. En seguida le traemos su desayunito. Hoy hay huevos revueltos, como le gusta.

Francisco no dijo nada, pero el silencio le cayó pesado. ¿De verdad nadie se había acordado de su cumpleaños? Tras piedras, palos, solía decir su madre. ¿Y ahora esto?

¿Será que estar ciego también lo volvía invisible? Ni una llamada, ni un mensaje, ni siquiera de Don Manuel, su mejor amigo. Eso sí que era raro. Manuel nunca fallaba.

De quien sí podía dudar era de Carmen. Su única hija. Ah, pero para pedir plata para la universidad, ahí sí era papito lindo, papaíto.

Bueno… ¿a quién quería engañar? Se lo había ganado a pulso. Siempre primero el banco, después las noches de póker con Manuel y los muchachos. Por eso lo dejaron. Por eso Carmencita lo miraba con esa mezcla de pena y rabia. Seguro le echaba la culpa de la partida de su madre.

No había sido un buen padre. Eso lo sabía.

O quizás sí. Le hizo terminar el colegio, ¿no? ¿Y no era él quien le pagaba la universidad? Un gramo de gratitud, aunque sea en su cumpleaños, no parecía mucho pedir.

Ciego y solo. Al menos antes podía ver las fotos de su Carmencita. Ahora, ni eso.

No sabía demostrar amor, eso era cierto. Pero amaba. A su hija la amaba. Era su todo, su bendición. Hoy vendría. Tan malo no podía haber sido. Algo se le habría presentado.

Pero ni siquiera un saludo telefónico… ¿Qué se creía la mocosa? Siempre sería su mocosa.

Bueno, al menos ahora la estimaba más. No tanto cuando era niña. Los niños podían ser deplorables. ¿No estuvo con la jeta larga hace unos días por la bulla que hicieron los hijos del vecino de piso? Si él fuera su padre, ya les habría dado su estatequieto.

Pero Carmen… que no llamara… eso sí que le había fastidiado.

—¿Cómo te llamas, linda?

—Andrea, ¿tan pronto me olvidaste, Don Pancho? —le siguió el coqueteo la enfermera.

—Por favor, ¿puedes marcarle a mi hija?

Sonó el timbrado en el altavoz. Uno, dos, tres pitidos, y entonces la voz de Carmen apareció:

—Hola, papito. Te vuelvo a llamar en quince minutos, estoy llevando a Thiaguito y Sofía al cole. Besos, besos.

—¿Carmen?…

El pitido de llamada terminada sonó seco. Francisco estuvo por preguntar si habían marcado bien. La desazón se volvió incertidumbre.

—¿Quiénes son Thiago y Sofía? —dijo al fin.

—Son sus biznietos —respondió la enfermera con una sonrisa—. Este Don Panchito, juguetón… si estuvieron con usted ayer nomás.

Publicado enMicrorrelatos