Unos aullidos estremecedores me arrancaron del sueño en mitad de la noche.
Era un vecino, clamando con desesperación:
—¡Auxilio! ¡Libérenme de esta cárcel! ¡Se acerca por mí!
Sus gritos agudos perforaban el silencio, y con él, mi propio pecho.
Había algo en su voz —no solo miedo, sino un dolor antiguo— que se me metía en los huesos.
—¡Les ruego, por compasión! ¡Rescátenme, por piedad! —seguía implorando, mientras los sollozos le quebraban las palabras.
No podría juzgarlo.
A veces, yo también me siento así.
Acorralado.
Cercado por algo que no logro nombrar.
Al poco rato, llegaron los enfermeros. Le administraron una dosis fuerte. Silencio otra vez. Y así transcurren los días y las noches, en este gélido vecindario…