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Los pasos del Meridiano

Desde hace un periodo considerable, el ascensor de mi residencia se encuentra en estado de deterioro, lo cual me había llevado a perfeccionar la habilidad de subir y bajar las escalinatas hasta mi última morada en el último piso.

Con frecuencia, durante las horas meridianas, al descender las antiguas escaleras de madera en mi regreso a las labores cotidianas, notaba las advertencias de mi vecina, residente en el duodécimo piso, dirigidas a su infante:

—¿Has oído ese sonido? Son los pasos del “robaniños”. Este ente se lleva a los niños que descuidan su almuerzo.

Inmediatamente, y de manera invariable, brotaba el llanto lastimero de su pequeño vástago. Aunque, en apariencia, esta circunstancia podía ser una mera coincidencia, me resultaba más que un entretenimiento: un hábito. De hecho, en ocasiones, pausaba mi trayecto para acercarme a su puerta y escuchar las amenazas que la madre lanzaba a su hijo, marcando el ritmo con mis pasos sobre la madera crujiente como un recurso intimidatorio.

Aquel niño tenía una forma peculiar de arrastrar los pies al caminar, un sonido rasposo que se confundía con el crujir de la madera. Solía escuchar ese ruido en las noches, un arrastre lento, como si dudara en subir o bajar.

Las aseveraciones de la madre no carecían de fundamento; en una noche desafortunada, su niño desapareció sin dejar rastro alguno.

Desde entonces, las escaleras han recobrado su solemne silencio, salvo cuando, al mediodía, el eco de mis pasos parece prolongarse más de lo habitual, como si la madera recordara… o susurrara su nombre.

Publicado enMicrorrelatos