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Sin bichos

No era la primera vez que su hija traía algo más que dibujos de la escuela. Pero esta vez no eran ni dibujos ni cuentos. Era una plaga. Una maldita plaga de piojos que se paseaban como soldados diminutos por el cuero cabelludo de Mariana. Se sintió culpable. De no tener el dinero. De no saber leer del todo bien. De no haberlo notado antes. Tenía que hacer algo.

Sentía que la cabeza le ardía. Se rascaba hasta que las uñas tenían sangre, pero no quería decir nada. Mamá no estaba, y papá siempre estaba cansado. Pero ese día la miró distinto. Le apartó el cabello con una delicadeza torpe. Dijo que iba a curarla, que ya iba a pasar.

Compró el frasco en el mercado. No le preguntó mucho a la señora que lo vendía. Tenía letras que apenas entendía, pero había una calavera. «Eso debe significar que mata todo», pensó. Mezcló el líquido con agua, empapó la pañoleta vieja y se la amarró a Mariana. Bien fuerte. No se iba a escapar ni uno.

El olor era fuerte, como de cosas que queman. Papá dijo que no la soltara, que se quedara quieta. Ella obedeció. Siempre lo hacía. El pañuelo le apretaba la frente. Empezó a ver borroso, pero no quiso asustarlo. Era su forma de ayudar. Pensó que así se curaba uno: aguantando.

Pasaron quince minutos. Ni una liendre. Nada. Por fin. Era una victoria. Mariana no se rascaba. Hasta sonrió un poco. Pensó que tal vez era buen padre, después de todo. Le quitó la pañoleta, le secó el sudor. «Ya estás bien, hijita», le dijo. Ella apenas lo miró, pero él lo tomó como cansancio.

Todo daba vueltas. Pero papá estaba feliz. Había hecho algo grande por ella. No quería preocuparlo. Tenía sueño. Un sueño muy pesado. Como cuando se queda dormida en la escuela y nadie la despierta. Sintó frío, pero el cuerpo no le respondía. ¿Era normal eso? Tal vez sí. Tal vez era parte de la cura.

Esa noche se acostó sin miedo. Primera vez en semanas. Pero algo le quitó el sueño. Mariana no se había movido. La tocó. Estaba helada. La llamó bajito. Luego fuerte. Nada. El corazón se le salió por la boca. Corrió. La alzó. «Mariana, por favor, hijita…»

Un susurro. Un eco. Algo le decía que todo ya había pasado. Que los bichos se habían ido. Que papá la había salvado. Y que ahora podía dormir tranquila. Muy tranquila. Para siempre.

Publicado enMicrorrelatos